Al intentar hacer el amor con J., varias cosas nos lo impidieron. Estábamos en un cuarto de la casa de mis tías, en Álamo, y no había puerta; un pariente nos dijo que mínimo, pusiéramos una cortina. Mientras tanto, subí las escaleras y al paso me llamó la atención un libro. Lo abrí y entre sus páginas había una carta con extensión de una cuartilla. Pensé, por el estilo, que el autor era Parra, pero no, al final de la carta no había signante. Regresé de nuevo a la cama y le pregunté a J. si era de él la carta, me dijo que sí. Al siguiente instante ya estábamos en la misma cama pero en una banqueta x de Xalapa, casi podría afirmar que en una de esas banquetas irregulares de Circunvalación; por cierto, teníamos ya cobijas. J. hablaba en la carta de un viaje a Veracruz, y le pregunté por éste. Además, le dije que en el comienzo del segundo párrafo algo no funcionaba. Y al otro instante, nos encontramos en una calle no pavimentada, donde una niña nos ofrecía cheetos, y nosotros le ofrecíamos papitas. La niña no estaba sola, en la esquina de la cuadra, la abuela no la perdía de vista.
Frente a mí un alto y extenso puente se erguía; sufro de vértigo, pero tenía que cruzarlo. El puente era de hojas metálicas. Casi a la mitad del puente me topé con dos jovencitas. Se rieron de mí, pues iba de plano a gatas, como cuando subo las escalinatas de las pirámides. Me detuve a platicar un rato con ellas; y aunque trataba de no mirar en esa dirección, fue en vano, en varias ocasiones mi mirada se sumió en ese enorme hueco que había en un extremo: faltaba una hoja metálica. Dije adiós a las jovencitas y miré el final del puente, mi meta, mi más allá.