Llevé un cuento a publicar. No recuerdo quien me atendía en la editorial. Mientras platicaba con él, vi pasar al fondo a W. Ambos quedamos intrigados. Cuando salí, W. estaba sentado junto a una larga mesa de oficina. No sé cómo lo obtuvo, pero tenía un texto mío entre sus manos. Lo que sentía hacia ese hombre era una mezcla de admiración y decepción, por lo que el trato con su persona siempre se me había dificultado. Le expresé mi admiración por un texto que recientemente le habían publicado. Era poseedor de un inmenso don para escribir, y él lo sabía. Me indicó que me sentara. Del cuento me dijo que era bueno, pero pedante. ¿En qué le es pedante?, inquirí, ¿será por lo que está escrito en esta parte?, y le señalé un párrafo. No, dijo él, no es eso. Y entonces escuché con interés su crítica hasta que, como en otras ocasiones, de un momento a otro saltó del plano literario al personal bombardéandome con preguntas incómodas. No objeté nada cuando a esas alturas ya habría puesto de por medio barricadas y disparado con igual saña respuestas contraatacándole. Él se dio cuenta de ello y aprovechó para tantear más terreno. Vestía falda –cosa rarísima- y él colocó su mano sobre mi pierna y las yemas de sus dedos toquetearon mi piel. Lo miré a los ojos; sostuvimos nuestras miradas unos instantes. Acto seguido me levanté y salí de ese lugar.
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