
Lo reconocí de inmediato. A. escribe y es talentoso. No supe nunca a qué había ido a mi casa, la cual por cierto era un edificio de tres pisos tan impersonal. Recorrimos los espacios y traté de abrir conversación, pero él contestaba a monosílabos mientras su mirada rastreaba incesante algo; no le pregunté qué y al parecer, no encontró lo que buscaba. Ya en la puerta le hablé de un cuento-ensayo de Pitol, creí ver interés y le dije que me esperara un momento.
Buscaba en mi cuarto un cuadernillo de cuentos cuando por la puerta entreabierta vi de soslayo un muñeco Chucky sobre la cama de la habitación adjunta. Mascullé una maldición. Quise estar lejos de ahí, pero mi mente ya estaba enganchada con el objeto, y al igual que cuando jugaba ouija y el triángulo se deslizaba entre las letras obedeciendo lo que le dictaba mentalmente, di órdenes al muñeco de levantarse. Y mi temor no nació porque lo viera levantarse - siempre que lo he visto en la tele procuro cambiar rápido de canal; no soporto su sangre pesada- sino del que me atreviera a darle mentalmente instrucciones para que hiciera daño a otros. Vi a un niño junto a una barandal y traté en seguida de poner en blanco mi mente contrarrestando ese loco impulso de dictar lo peor.








Al intentar hacer el amor con J., varias cosas nos lo impidieron. Estábamos en un cuarto de la casa de mis tías, en Álamo, y no había puerta; un pariente nos dijo que mínimo, pusiéramos una cortina. Mientras tanto, subí las escaleras y al paso me llamó la atención un libro. Lo abrí y entre sus páginas había una carta con extensión de una cuartilla. Pensé, por el estilo, que el autor era Parra, pero no, al final de la carta no había signante. Regresé de nuevo a la cama y le pregunté a J. si era de él la carta, 




